Una señorita tenía un perro al que quería mucho; pero un día el animal enfermó y al poco tiempo murió. La muchacha se puso muy triste; se sentía muy sola sin su perro; pero en eso llegó una amiga a quien ella amaba con todo su corazón, y en su compañía se sintió contenta; se consoló de la pérdida del perro que había sido su fiel guardián; pero la amiga contrajo una grave enfermedad que le costó la vida, y la aflicción de la muchacha fue tan grande que no hallaba consuelo. Para distraerse un poco salía a su jardín donde tenía un rosal muy hermoso, pero para colmo de su tristeza notó que la planta estaba marchita y seca. Entonces, casi con desesperación lloraba y se quejaba de su triste suerte diciendo: “Nada me dura; se murió mi perro fiel, mi amada amiga se fue al viaje de donde no se vuelve, y ahora mi bello rosal se ha secado.” En una de tantas veces un señor que la oyó quejarse de su mala suerte le dijo: “Señorita, usted no conoce a Jesucristo, un amigo que nunca muere; en su compañía hay placeres que nunca se acaban. Es verdad que todas las cosas de esta vida son pasajeras; pero las cosas del Señor Jesús duran para siempre.”