Cuando Policarpo era obispo de la iglesia de Esmirna, fue llevado ante el tribunal, el procónsul le preguntó si era Policarpo, y contestó que sí. Luego empezó el procónsul a exhortarlo, diciendo: —Ten piedad de tu avanzada edad; jura por la fortuna de César; arrepiéntete; di: quítense los ateos (los cristianos).

 

Policarpo miraba solemnemente a la multitud y señalando con la mano, alzó los ojos hacia el cielo y dijo: —Quítense esos ateos —los que estaba en su derredor. El procónsul lo trató de persuadir diciendo: —Jura y te soltaré; renuncia a Cristo.

 

El venerable cristiano respondió: —Ochenta y seis años le he servido y nunca me ha hecho cosa perjudicial; ¿cómo puedo blasfemar a mi Rey quien me ha salvado?

—Tengo fieras y te expondré a ellas, si no te arrepientes —dijo el procónsul.

—Traedlas —dijo el mártir.

—Suavizaré tu espíritu con fuego —dijo el romano.

—Me amenazáis —respondió Policarpo—, con el fuego que quema sólo por un momento, pero olvidáis el fuego del castigo eterno, reservado para los impíos.

 

En la hora de su martirio daba gracias a Dios porque se contaba entre los mártires de Cristo.